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4x06 Chicxs Malxs

  • Foto del escritor: Sergio Camuñas Gómez
    Sergio Camuñas Gómez
  • 14 abr 2021
  • 5 Min. de lectura



Desde que empezó toda esta movida de la pandemia puedo contabilizar los picos de alta incidencia de felicidad con menos dedos, o datos -por hacer símil epidemiológico-, de los que debería. De esos momentos, la mayoría -por no decir todos- van acompañados de alguna ilegalidad. No estoy presumiendo de ello, pero tampoco arrepintiéndome.


Hay tres veces que me he portado mal en esta etapa de mi vida. Las únicas tres en las que me he sentido verdaderamente vivo. Y perdóneme padre, porque he pecado.


Como cualquier historia de pandemia, todo empezó por las ventanas y balcones a los que nos asomábamos cada día. No se cómo se viviría en el resto de ciudades, pero en nuestra calle de la Latina la vida parecía paralizarse, un paréntesis que para algunos no era del todo acertado. Después de un mes sin salir de casa -ni siquiera para hacer la compra- el día que decidí salir sentí la ciudad como en el final de Abre los Ojos, el ver a la gente en los balcones cogiendo un ápice de sol, teletrabajando, mirando a través de los barrotes todos y cada uno de ellos quien se aventuraba a pasar por la calle me hizo sentirme partícipe de un Prison Break donde la cárcel era la ciudad, en un Cuento de la Criada, donde el no tener hijos era el menor de los problemas, de hecho, el tenerlos, meses después, en la mayoría de los casos por aburrimiento, probablemente lo sería más tarde.


Lo cierto es que, aunque los días pasaban con hastío mientras que mi compañera de piso trabajaba y yo, bueno, leía clásicos de la literatura como Romeo y Julieta o el Talento de Mr Ripley, me hacía tutoriales autodidactas de contenido para redes sociales y reveía por, ¿décima? ¿undécima? Las películas que han conformado estos cuatro años de blog y los veintiocho de mi vida, había momentos en los que aún podíamos sentir. Sacar la basura o el paseo de las 20:00, se transformaban en la excusa perfecta para cambiar de domicilio a la vuelta a casa, algo que nos daba miedo, pero también vida. La primera de las ilegalidades.





En cierto modo, no sé si es porque ya ha pasado el suficientemente tiempo como para que comience la nostalgia del año anterior o simplemente es que nos lo montábamos realmente bien, pero ya lo echo de menos.


El otro día hablando con una vecina que compartió historia de balcón conmigo llegamos a la conclusión de que, aunque no lo habíamos confesado abiertamente, los unos con los otros, todos estábamos haciendo lo mismo: rescatar el archivo del móvil y ver día a día que es lo que estuvimos haciendo en esa época de encierro. ¿Es posible tener nostalgia de algo tan reciente? Parece que en este tiempo en el que los días se confundían con meses y los meses con años, sí.


Al margen de dejarlo todo en junio para hacer un retiro de la vida en la ciudad, nunca pensé que el tiempo tendría una concepción tan rara y que las restricciones se hiciesen tan tediosas como veinte anuncios previos a tu mashup favorito en Youtube. Si es cierto que no me arrepiento de haber tomado esa decisión. El hacerlo convirtió mi vida en esa parte de la película donde todo se tuerce antes del gran final. De nuevo me convertía en Rebecca Bloomwood de Confesiones de una Compradora Compulsiva, despedido y con los fondos justos para decir adiós con dignidad o resistir con bastante valentía e imprudencia. Y aunque el comienzo de este retiro no fue tan trágico como probablemente puedo expresar, lo peor estaba por llegar. Primero, comenzamos a contar con los dedos la gente con la que quedar, después comenzó la segunda ola, el miedo, las PCR, el cierre perimetral y, para colmo, el toque de queda.


Las restricciones han hecho que aquellos tiempos en los que solo podías salir a la ventana fuesen lo mejor de este último año, porque hay algo peor que la pérdida de libertad y es la pérdida parcial de libertad.


En verano, con la bajada de la curva y la estabilización de casos por, sin estudios verídicos, la llegada del calor, nos preparábamos para juntarnos de nuevo con nuestros amigos en un agosto sofocante con un plan de lo más inocente y en el sitio más malamente estratégico para el despiste o el pasar desapercibido. Centro de Madrid, calle Fuencarral, diez amigos que se reencontraban en un bunker insonorizado en una especie de Gran Hermano sin Sierra de Guadalix y con más salseos que un miércoles de debate. Segunda ilegalidad.


Primer susto después de meses de “portarse bien”, con una reclusión compartida y una foto que editábamos cada vez que nos hacían una entrega de resultados de PCR.




Después, siete meses de celibato una vez más y, de nuevo, la oportunidad, última e irrepetible, de juntarnos de nuevo. Última porque esto de la pandemia nos ha puesto a todos unos zapatos de aguja que no sabemos gestionar y estamos dando cambios de 360 grados en la gestión de nuestras vidas. Irrepetible porque esa gestión, nos está alejando demográficamente cada vez más. Tercera ilegalidad.


La verdad es que este salto a la ley no ha sido en sí un salto, pero yo lo sentía como tal, siete meses hacen parecer delincuente hasta a la Marisol de Un Rayo de Luz. Siete meses de total exilio, el invierno más largo jamás escrito. Más aún que ese verano del 2017 del que me quejé en numerosas ocasiones párrafo tras párrafo en temporadas anteriores.


Y es que el adaptar tu vida a las leyes impuestas, seguirlas, te hace padecer el doble si te da por incumplir algo. Como cuando en una temporada acostumbrabas a tus padres a llegar antes de la hora y una noche te pasabas de la raya, no valían los fines de semanas anteriores, lo que importaba era la vez que la habías cagado.


Siempre recordaré una frase que Damon Salvatore le decía Elena en Crónicas Vampíricas y era algo así:


- ¿Por qué siempre escondes tu lado bueno? Preguntaba ella.

- Si ven que eres bueno acaban esperando eso de ti y no quiero tener que cumplir expectativas.


Y es cierto.


Siempre he preferido pedir perdón a permiso, pero es totalmente innegable que los años o las restricciones me han hecho ser la versión más prudente de mí mismo. Una versión, que en términos de Crónicas Vampíricas es más de Stefan que de Damon y, admitámoslo, ¿Cuándo yo he sido el personaje que queda desbancado de la serie?


No ha pasado nada. El tiempo se ha paralizado. Se ha borrado este año de mierda y aunque nuestras vidas han cambiado, la sensación es que todos seguimos igual. Comienza la mayor desescalada de la historia de la humanidad. Mucho más intensa que la del año pasado en la que solo tuvimos que aguardar tres meses para salir a la calle. Y este verano, bueno, el Damon que llevo dentro tiene más ganas de salir que nunca.

 
 
 

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