3x02 De madres a hijos
- Sergio Camuñas Gómez
- 23 oct 2018
- 5 Min. de lectura

Creo que todos tenemos la misma percepción de lo que es querer a una madre, sobre todo si te has independizado joven. También creo que todos los independientes coincidimos en la misma premisa, y es que volver a casa es muy bueno el primer día, cuando todo es cariño y afecto, pero la cosa se complica cuando pasan a tu habitación para limpiar mientras duermes, te despiertan porque han comprado desayuno, te reprochan si no vas a hacer nada en todo el día cuando te ven tirado en el sofá y te gritan pasados los días algo así como -¡Madre mía, tienes la habitación hecha una leonera!- Entonces es cuando de verdad te lo replanteas todo y piensas como Noemí Argüelles en Paquita Salas: ¿Víctima o Verdugo?
También es cierto que la relación se convierte en algo diferente a lo que sientes cuando eres más pequeño. Mientras que en la pubertad haces todo lo posible por evitar que tus padres sepan y conozcan de ti, en la madurez es todo lo contrario, los haces partícipes de tus tonterías, tus mejores momentos. Cambian las tornas, en un pasado acudías a ellos en los días en los que tenías dolor de tripa o cabeza y ahora los llamas para decirles que ayer se te dio muy bien la noche y con eso, no hace falta decir nada más.
Para probar el cambio y para dejar de ver a nuestras madres como esa figura que amas el primer día de estancia en casa y te saca de quicio los demás, para comprobar una vez más que hay madres y madres e hijos e hijos decidimos hacer un viaje, una pequeña escapada y el experimento resultó verídico: no hay nada como ser amigo de una madre.
El fin de semana llevaba en el aire bastante tiempo, el tiempo en que nuestras vidas estuvieron en el paréntesis estival en el que no eran posibles más planes. Pero por fin, como a mí me gusta, una mañana cualquiera, desayunando en casa, nos decidimos a reservar.
Solo la ilusión con las que nuestras madres hablaban de la escapada ya era motivo de felicidad. Lo que no sabíamos es que nos esperaba un fin de semana de aventuras que sería el comienzo de una nueva alianza, la alianza y promesa de que este tipo de salidas, hay que repetirlas mínimo una vez al año, sin máximo, solo el que pueda imponernos la dieta o la cartera.

Y ahí estábamos cuatro amigos llegando a dos habitaciones comunicadas por un balcón y el silencio de un pequeño pueblo de Ávila, tan pequeño que conseguimos, con poca locura y a base de carcajadas, alterar la pequeña paz que habitaba en él. Un pueblo lleno de historias y, curiosamente para mí, lleno de cine.
En el trayecto, ya nos introdujimos en lo que parecía el anticipo al universo del Proyecto de la bruja de Blair, lo que, en realidad, fue el escenario de El guardián invisible una película española que pensaba que había sido rodada en el norte y que, para sorpresa, además de haber sido rodada en esos caminos llenos de verde y árboles que se abalanzaban sobre nosotros, también había tenido sus planos en la casa donde nos hospedamos. Algo que no se si acentuó la curiosidad o excitó el miedo todas y cada una de las veces que recorrimos ese sendero de 4 km de distancia a 20 km por hora de noche. Un viaje que nos dio risas de madrugada y anécdotas cuando el sol alzaba, un fin de semana que acababa entre castañares y montañas, dónde decidimos escalar sin que la escalada fuese tan gratificante como en el The Climb de Miley Cyrus, aunque las vistas que nos precipitaban, mano apretada al manillar del asiento del copiloto, a un desfiladero que nos hacía plantearnos si la idea de esta aventura hubiese sido buena o mejorable en ese momento, fueron como muy bien decían en Hannah Montana La Película, genial.
Lo que descubrimos es que, pese a las adversidades y un pinchazo como colofón de la aventura, el fin de semana fue perfecto. No hubo discusiones, solo dos amigos felices y dos madres orgullosas de sus hijos, de, hasta la presente, lo que habían conseguido y la confianza que habían llegado a tener con ellos. Nos sentíamos como Meryl Streep y Amanda Seyfried viviendo el verano en aquella pequeña isla griega de ¡Mamma Mia! como los padres orgullosos y enrollados de Seth Cohen en The O.C. Una relación que siempre habíamos visto en televisión y que nunca pensábamos llegar a tener con nuestros padres. Supongo que es la madurez que nos acerca a ellos.

Si seguís series de miles de temporadas como por ejemplo Modern Family o Cuéntame, donde vemos y nos sorprendemos con el crecimiento de los más pequeños, donde se comprueba el cambio de la adolescencia a la madurez, el paso de la comunión a la boda de Carlitos o el paso del colegio a la universidad de Luke Dunphy nos damos cuenta que con el crecimiento cambia la relación, como aquella joven y rebelde Lady Bird que se empeña en disgustar a su madre y es de la primera que se acuerda tras, kilómetros de distancia, tener su primera mala experiencia en la universidad.
Nosotros ya hemos pasado esa etapa, nos adentramos a otra que es nueva para todos, en realidad esta hipotética idea sería más indicada para padres primerizos, aunque si, para mi es algo totalmente nuevo, una etapa donde, a pesar de cuidarnos, necesitamos algo más, hablar las confidencias jamás contadas, las travesuras jamás descubiertas y celebrar la alegría que se aleja de las responsabilidades de ser hijo y ser madre.
El experimento, como veis, resulto positivo. Podemos hacer algo más que esperar tuppers para superar la semana, ellas, algo más que esperar notas de estudio o expectativas laborales. Hemos derribado muros. Ahora nos quedan nuevas historias en las que nadie rescata a nadie y en el caso de hacerlo, somos sus pequeños los que debemos, queremos y nos enorgullecemos de hacerlo. Por ellas, por ellos, porque nos quedamos con esas confesiones y esos abrazos que antes mirábamos con cara extraña. Así somos en la época tonta de la adolescencia, una época que, aunque bien me identifica, por estos motivos, me alegro de haberla pasado.

A todas las madres y padres del mundo: cuesta, el camino es duro, somos el mayor desastre que tendréis en casa y a veces, solo a veces, la mayor alegría. Pero llegará el día en que, si no os llevan de viaje, al menos se sentarán con vosotros para comentar simplemente lo bien que lo pasaron anoche. Porque todos crecemos en todos los aspectos, si no que me lo digan a mí con la comida, aunque esa es otra historia que no corresponde a estas líneas, puede que en otras, pero en estas, definitivamente, por una vez, desde este empecinado viaje, no.




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