2x14 El empleado
- Sergio Camuñas Gómez
- 19 abr 2018
- 4 Min. de lectura

Nunca he sabido venderme, puede que sea uno de mis defectos. Se que cuando no se algo no quiero aparentar que sí, soy demasiado expresivo para mentir al respecto, se me notaría enseguida. Nunca me he vendido como producto, no es que no quiera, es que no sé. He hecho muchas entrevistas y creo que siempre peco de lo mismo, incluso cuando tenía la seguridad del bar recuerdo que le dije a una jefa temporal que no consideraba que fuese buen camarero, solo tenía que probarme y mira, me quede, me fui, me llamaron para volver, volví, me fui de nuevo y, aun así, no han parado de llamarme desde entonces.
También, cuando buscaba trabajo en portales como infojobs o jobandtalent no solicitaba ninguna oferta que requiriese de experiencia, no me sentía seguro de poder hacerlo y, claro, las posibilidades se reducían a dos o tres currículos al día y, por tanto, encontrar trabajo se reducía a nada en varios meses, varios que puede traducirse a muchos, muchos que puede traducirse a años.
Inseguridad. Esa palabra que parece enorme y está ligada a cualquier parte, por pequeña que sea en tu vida, siempre está ahí: en una cita, una entrevista, un examen, una exposición, un regalo, en cosas tan insignificantes que a veces no notamos su presencia, pero ahí está, como ese denim que no pasa de moda.
El caso es que la inseguridad es lo que hace que te sientas en cierto modo seguro, por sorprendente que parezca. Al menos es mi impresión. Cuando sé que se apodera de mi, tiro de personalidad y confío en facetas mías que puede que no valore en el día a día. El carácter, las raíces, la experiencia.
Recuerdo el calor de verano y las decepciones previas. Me había arreglado infinidad de veces, peinado, vestido, disfrazado incluso, con el objetivo de impresionar, de dar al mundo una impresión de mí que poco tiene que ver conmigo, en las que no creía ni yo. Pero lo hice. Me recorrí Gran Vía, Castellana, me sumergí en entrevistas para puestos equivocados, incluso disfrazados, como yo en ese momento, ahora me doy cuenta de que, efectivamente, no era mi momento. Desistí, mucho, muchísimo y doy gracias a la persona que vive conmigo por confiar más en mí que yo mismo. Y recibí La llamada, bueno, las llamadas en realidad, como si se tratase del musical de los Javis, desistido, cansado, inseguro y sin saber venderme todavía ahí estaba, decantándome por dos puestos que hace meses ni entraban en mi cabeza, como todas las historias, todos los posts que subo, diría semanal, pero puede que más de dos me maten, así que diré esporádicamente, sí, creo que esa puede ser la palabra.

Lo que mejor pudo pasarme fue eso, después de haber buscado encontré lo que quería, la oportunidad perfecta de compaginar dos cosas para poder llegar a fin de mes y meter la cabeza, como dicen en mi pueblo, de una vez por todas en algo “de lo mío”, de hecho ahora mismo, en este vagón de metro donde voy escribiendo, se me están viniendo a la cabeza unas palabras en las que no creí en su día: “pisa, hunde y después ayuda a salir de ese agujero y la recompensa será mayor” y ahora, Justo ahora, creo que eso hice conmigo mismo.
No me vestí como siempre había hecho en anteriores ocasiones, no me disfracé, fui yo. A veces me sorprendo de que a la hora de salir de aquella entrevista me estuviesen llamando para ofrecerme un puesto al que yo no optaba. Y gracias a quien quiera que sea por haber sido más yo que nunca. Aun sintiendo la presión que supone el desfile de tacones que, gracias de nuevo, puedo escuchar y ver a diario. Ahí estuve, firme, recién rapado, con barba de una semana, mi nuevo pendiente, bambas de velcro, skinnys color beige y mi jersey de manga corta azul marino y cuello cisne, elegido a conciencia para evitar el mal trago que supone el sudor en pleno mes de julio. Muy yo.
Recuerdo las palabras a mis amigos: -Chicos, yo creo que no encajo aquí-. Recuerdo el sol atravesando el ventanal y abrasando mi espalda. Recuerdo entrar a la que hoy es mi oficina y no mirar a nadie, cuando todos me miraban a mí. Recuerdo los chalés que rodeaban y las fotos que envié a mi familia como si se tratase de un niño en Disneyland. Los nervios de antes y la sensación de bienestar de después. Recuerdo el trayecto más largo jamás descrito. Recuerdo llegar 45 minutos tarde. Lo recuerdo todo.
Dude entre opciones, es cierto, vuelvo a dar gracias a esa chica canaria de recepción que se puso en contacto conmigo al saber que el puesto era mío, aquella extraña y ahora amiga. Desde entonces sufrí la espera-no espera a través del calor de verano madrileño, aguanté cinco de los seis meses en los que el pluriempleo se apoderaría de mis letras, no puedo quejarme, era lo que buscaba. Aprendí de la mejor, la persona que siempre será quién me ayudó en mis comienzos, tutora y amiga. Y fui yo. Subido a las barras, cantando en los coches y bailando en mi silla. Enseñando más de mí, mis obsesiones, mis placeres ocultos y mi particular y natural vocabulario de pueblo. Muy castellano me dicen por Valencia.
Y gusté, tal cual soy, sin tener que convertirme en nadie nuevo ni transformado. Por fin me sentí “mirando la vida como una tienda de chucherías” con compañeros que ya no solo son compañeros, con casas aguardándome en todos los rincones de España. Con historias de lunes, cansancio de viernes y planes de sábado. Lo nunca visto.
Seis meses de prueba, más que para una empresa externa, a prueba para mí. Y sigo sin saber venderme, qué desastre.
Sigo aprendiendo: “observo, hago y repito” una y otra vez. Sigo bailando en mi silla, cantando en los coches y lo que la tonalidad de mis auriculares me deja en la oficina, probablemente siga subiéndome a las barras. Solo ha cambiado una cosa, ya no soy el becario, por primera vez, libre de cafés y perfumes, soy el empleado, y de momento, no necesito nada más.
Komentar